The wire
It’s not a war, because wars end… Hubo una época, en las sobremesas de las cadenas privadas españolas, en que los telefilmes de tres al cuarto copaban la programación. Los actores y el doblaje eran nefastos, y las historias pretendidamente lacrimógenas no resultaban ser mejores. El único interés que sustentaba un producto de tan ínfima calidad era que se basaban en hechos reales, algo que en aquellos tiempos era sinónimo de implicación social o humana, y que, en teoría, multiplicaba su atractivo frente a historias inventadas por un guionista más o menos brillante. La fórmula puede que tuviese éxito al principio, pero tras treinta historias de maltratos en el seno familiar y cuarenta historias de juicios resueltos in extremis por pruebas intencionadamente confusas, cualquier espectador con una mínima capacidad de criterio cambiaba de canal automáticamente.
Los años han pasado. Hoy por hoy no es un secreto que las series de televisión cuentan con presupuestos similares a muchas de las películas que se estrenan en los cines. Los grandes actores no sólo se pueden encontrar en la gran pantalla. Y los mejores guionistas, de repente, ven cómo se les da la oportunidad de desarrollar historias que no se ven reducidas a dos horas de metraje, sino que pueden alargarlas durante el tiempo que sea necesario para contar una historia de forma elegante y correcta. En esta nueva edad de oro de la televisión, la calidad de muchos de los productos es indiscutible. Series como Los Soprano o A dos metros bajo tierra han marcado un antes y un después en todas sus facetas, y es poco probable que un producto cinematográfico vaya a conseguir jamás inspirar las mismas sensaciones que estas grandes producciones.
En este punto me encontré con The wire, una serie basada en hechos reales, como los telefilmes de antaño, pero desarrollada por la HBO y alabada por crítica y público. El argumento, visto de forma superficial, no me resultaba para nada atractivo: unos vendedores de droga en los suburbios de una ciudad norteamericana y unos policías que quieren meterlos en la cárcel. Sin embargo, bien merecía una oportunidad. Y agradecido estoy de habérsela dado. David Simon, el creador de la serie, fue durante veinte años periodista del Baltimore Sun, el periódico de la ciudad donde se desarrolla la trama. Su trabajo fue el de investigación de homicidios. Como él mismo ha comentado, tardó cuatro años en conseguir sus primeras fuentes, y otros tantos en empezar a vislumbrar lo que realmente ocurría en la ciudad tras los asesinatos, el aumento de la violencia y la incapacidad policial, la distribución de la droga, las guerras de bandas, etc. Lo que ocurría en Baltimore no se diferenciaba apenas de muchas otras ciudades norteamericanas. Y conforme pasaban los años, más iba entendiendo por qué ocurría cada cosa y qué lugar ocupaba cada uno de los peones en dicho juego. Por suerte para nosotros, Simon decidió un día poner su talento a trabajar para hacer una serie que mostrase todo esto de forma fiel y sin dejar nada en el tintero. El resultado de todo ello es The wire.
Conforme avanzan las temporadas, todas las piezas sueltas de la maquinaria de la ciudad empiezan a encajar. Los vendedores de droga la consiguen de personas que la introducen ilegalmente a través del puerto. Los jefes de dichos vendedores recaudan el dinero y pagan sobornos a altos cargos políticos de la ciudad. Éstos, a su vez, se mueven pensando sólo en el beneficio personal e intervienen en la vida judicial. La influencia de la prensa, además, hace que deban tomar decisiones para contentar a los ciudadanos y que les voten en las siguientes elecciones… La máquina está corrupta pero perfectamente engrasada. Y si algo consigue esta magistral serie es despiezar sus entrañas y mostrar que la única diferencia entre el vendedor de droga de la esquina y el político de turno es su nivel de relevancia, ya que ambos forman parte de la gran telaraña. Destacar a algunos personajes por encima de otros sería injusto. Todos y cada uno de ellos tienen una personalidad profundamente marcada y que va evolucionando a lo largo de los capítulos. Pero a todos, desde los policías que ven arruinadas sus carreras por querer hacer bien su trabajo, hasta el más malvado y ruin de los jefes de los vendedores de droga, todos son personajes memorables y tienen momentos inolvidables. Nadie se libra de tener puntos oscuros, como el detective McNulty o el teniente Daniels, y nadie se libra de generar cierta simpatía en el espectador, como Omar o Marlo. En esta serie no existen las pinceladas gruesas ni los manidos clichés. Cada personaje es humano, con sus virtudes y defectos, como en la vida misma. Hasta siempre, The wire.
Texto: Rand
Vargas Llosa sobre The Wire:
«Desde que la serie televisiva The Wire se transmitió he leído tantos elogios sobre ella que no exagero si digo que he vivido varios años esperando robar un tiempo al tiempo para verla. Lo he hecho, por fin, y he gozado con los episodios de las cinco temporadas como leyendo una de esas grandes novelas decimonónicas -las de Dickens o de Dumas- que aparecían por capítulos en los diarios a lo largo de muchas semanas.
Lo primero que sorprende es que la televisión de Estados Unidos -la HBO en este caso- haya producido una serial que critica a la sociedad y a las instituciones de ese país de una manera tan feroz. Probablemente en ningún otro hubiera sido posible; pero, esto no es novedad, pues tanto en el cine como en la televisión norteamericanos es frecuente esa visión destemplada y beligerante de sus políticos, empresarios, jueces, carceleros, banqueros, militares, policías, sindicalistas, profesores, etcétera. La diferencia es que aquellas críticas suelen ser individualizadas: son sujetos concretos los que se corrompen y delinquen, excepciones negativas que no afectan la esencia benigna del sistema. En The Wire ocurre al revés; es el sistema mismo el que parece condenado sin remedio, pese a que algunos de quienes trabajan en él sean gentes de buena entraña y hasta heroicos idealistas como Howard Colvin.
Aunque tiene el clásico esquema de una confrontación entre policías y delincuentes, The Wire rompe a cada paso ese maniqueísmo mostrando que, en el mundo en que transcurre la historia -los barrios negros y miserables de Baltimore, los colegios públicos de la periferia, las comisarías marginales, los almacenes y muelles del puerto, la redacción del principal periódico de la ciudad, The Sun, y las oficinas de la Municipalidad- hay buenos y malos entreverados y que en muchos casos la bondad y la maldad coexisten en una misma persona por momentos y según las situaciones. Lo único que queda claro, al final, es que, en aquella sociedad, casi todos fracasan, y, los pocos que tienen éxito, lo alcanzan porque son unos pícaros redomados o por obra del azar.
(…)
Los dos autores de The Wire, el ex periodista David Simon y el ex policía Ed Burns, trabajaron muchos años en el mundo que describe la serie. El primero de ellos dice que la concibieron como una novela filmada, y, también, que la mayor influencia que ambos reconocen es la de la tragedia griega, pues, en su historia, también la suerte de los individuos está fijada desde antes de nacer, por “unos dioses indiferentes” contra los que es inútil rebelarse. Algo de cierto hay en ambas afirmaciones. The Wire tiene la densidad, la diversidad, la ambición totalizadora y las sorpresas e imponderables que en las buenas novelas parecen reproducir la vida misma (en verdad, no es así, pues la vida que muestran es la que inventan), algo que no he visto nunca en una serie televisiva, a las que suele caracterizar la superficialidad y el esquematismo. También es verdad que un destino fatídico parece regir la vida de toda la fauna humana que la habita, algo que, justamente, da a sus esfuerzos por escapar a ese cepo invisible que la atenaza, un carácter dramático, patético y a veces hasta cómico.
(…)
Como cada episodio de The Wire es tan endiabladamente entretenido, el espectador tiene la impresión de que, al igual que otras series, ésta también es pura diversión pasajera que se agota en ella misma. Pero no es así. La obra está llena de tesis y mensajes disueltos en la historia, que transpiran de ella e impregnan la sensibilidad de los televidentes sin que éstos lo adviertan. El más inequívoco es la convicción de que la lucha contra las drogas es una empresa costosa e inútil que nunca tendrá éxito, que sólo sirve para asegurar a la marihuana, la cocaína, el éxtasis y toda la parafernalia de estupefacientes naturales o químicos un mercado creciente, para causar más delincuencia y sangre en los barrios donde se trafica y para asegurar pingües ganancias a la multitudinaria maquinaria que se ocupa del tráfico.
(…)
The Wire no es menos pesimista en lo que se refiere a la política ni al periodismo. Ambas parecen actividades donde la decencia, la honradez y los principios son triturados por una maquinaria de malas costumbres, inmoralidad o negligencia contra la que no hay amparo. El alcalde Tommy Carcetti, antes de ser elegido, era un hombre bien intencionado y limpio, pero, apenas llega al poder municipal, tiene que hacer los pactos y concesiones necesarios para no perder terreno y termina tan hipócrita y cínico como su predecesor. El jefe de redacción del The Baltimore Sun descubre que uno de sus redactores falsea las noticias para hacerlas más atractivas y, al principio, trata de sancionarlo. Pero los dueños del diario están encantados con el material escandaloso y aquel, entonces, para salvar su puesto, debe inclinarse y mirar al otro lado. Que el periodista sinvergüenza reciba, al final de la serie, el Premio Pulitzer, lo dice todo sobre la visión amarga que The Wire ofrece sobre el alguna vez llamado cuarto poder del Estado.
Quisiera terminar con una crítica a la visión de la sociedad norteamericana de esta serie televisiva magistral: su existencia y el hecho de que haya sido difundida por HBO es el desmentido más flagrante a su desesperanza y a su sombría convicción de que no hay redención posible para Baltimore ni para el país que cobija a esa ciudad. Que se pueda decir lo que ella dice a los televidentes de esa manera tan eficaz y convincente es la prueba mejor de que aquellos dioses indiferentes no son omnipotentes, que, al igual que sus antecesores griegos, adolecen de vulnerabilidad y pueden ser a veces derrotados por esos humanos a los que zarandean y confunden.»