The Suicide of Western Culture – Hope Only Brings Pain
En España, no hace demasiado tiempo, si alguien se declaraba amante de la electrónica, y practicante, por tanto, de las nuevas modalidades nocturnas de escucha y disfrute de la música, inmediatamente se le incluía en un espectro social que, aunque hubiera estado conformado solo por los jóvenes más vanguardistas de aquella generación, tenía inevitablemente bastantes signos de marginalidad. Ni siquiera hay que remontarse hasta la época de la Ruta del Bakalao, con las tres etapas de las que habla el artículo de wikipedia (1982-90, 1991-93 y 1994-96). Me refiero más bien a los años finales de los ’90, y los primeros del siglo XXI: a los millones de jóvenes que vivieron y protagonizaron la auténtica revolución musical de la electrónica en nuestro país, y que lograron reescribir el cliché, pese a ser tildados de fiesteros o pastilleros, e incluso darle la vuelta.
A día de hoy, al menos en mi opinión, quien se declare de manera cerrada como persona anti-música electrónica (o que diga que no es música, sino solo ruido), confiesa en realidad su voluntad parcial de ignorancia, y su poca curiosidad con respecto a las vanguardias artísticas. Y ya no solo por los hitos que ha generado en su corta historia, con bandas legendarias, temas que forman parte de la cultura colectiva e infinitas noches inolvidables para millones de almas en el mundo entero; sino porque hoy en día es el principal material con el que se hace la música, incluso la que no es en absoluto electrónica. En realidad toda nuestra realidad se ha digitalizado: se ha electronificado; y es normal que la tecnología se aplique también a las creaciones artísticas. Ha trastocado para siempre la instrumentación, la composición, el ritmo, las texturas, la forma de consumo y la estética de la música; y además se hacen auténticas obras de arte.
Hoy algunos de los productos más exportables de nuestra música son electrónicos: al margen del fenómeno clubbing (el turismo veraniego nos lo pone a huevo), John Talabot arrasa en el mundo entero, y pensamos que The Suicide Of Western Culture, aunque solo estén empezando, pronto seguirán sus pasos. Porque detrás de éstos hay una verdadera vocación musical, y muy amplia: tras la chaqueta electrónica vaquera con la que revisten su obra. El dúo barcelonés, conformado por Miquel y Juanjo, elabora un discurso concreto, directo y fuertemente simbolista, a través de un lenguaje calculado y orquestado en base a estructuras y conceptos que no solo beben de la electrónica, y mediante una construcción instrumental de cacharrería, descaradamente analógica. Hope Only Brings Pain (Irregular, 2013), su segundo trabajo, es la confirmación de que van en serio con todo esto.
Está claro que se puede/debe hablar de un tipo de electrónica pop (en su concepto y accesibilidad), que ha logrado desmonopolizar el uso de la electrónica solo para las discotecas de baile de madrugada. The Suicide Of Western Culture, por ejemplo, no renuncian al formato tema (de 3 a 6 minutos), ni a unas estructuras que recorren los parámetros que siempre hemos considerado como de krautrock, de kosmiche, de shoegaze, de post-rock, e incluso los de un space-rock con sobredosis de ritmo y de synth. En ese sentido, de estos tres últimos géneros también beben a la hora de confeccionar su discurso musical: tanto en el lenguaje, formado por capas gruesas superpuestas, aristas agudas y celestes, y una piel áspera, depurada y ancha; como en el mensaje de escatología y de firmeza en la búsqueda de la supervivencia. Así, la electrónica de TSOWC resulta un mero revestimiento estético a las mismas inquietudes de siempre: un acento, una jerga moderna del mismo lenguaje.
A pesar de todo, puede que el mayor atractivo del Hope Only Brings Pain resida en la asombrosa capacidad de transmitir que han otorgado, ya no solo a cada una de las canciones por separado, sino al disco entero como discurso musical cerrado. Su lenguaje se engarza a la perfección con el mensaje de opresión y claustrofobia que proclaman; y con el de cómo la esperanza solo sirve para sublimar un futuro mejor que quizá nunca se haga realidad. La épica moderna no podía ser sino electronificada: fría, calculadora, y sabiendo perfectamente cuál debe ser el discurso para seguir fomentando la ensoñación de algo imposible y negado. The Suicide Of Western Culture no disimulan un ápice: son concretos, directos y vigorosos. Pero en el fondo transmiten también una nostalgia latente, a ritmo binario arbolado, que se traduce en la utilización de aparatos electrónicos para nada de la última generación. Son como niños hablando sobre el juicio final, o sobre tiempos pasados mejores, con toda solemnidad.
Luego al detalle se podría hablar de temas en concreto, como Oranienburger, que hacen por sí solos, con su pose, que el disco ya merezca la pena; o del sabor a desastre, el olor y las cenizas en el aire de la segunda parte de When Did I Become Everything I Hate?; o de Remembering Better Times, el temazo a lo Boards of Canadá que abre el disco, y su discurso de nostalgia futurista. O del potencial para el directo de El Cristo de la Buena Muerte o Love Your Friends, Hate Politicians, en el tono subversivo del tipo Crystal Castles. Intuyo que, a estas alturas, un directo suyo será algo más que el solitario aunque interesante baile de dos sombras que vi hace un par de años sobre el escenario del Teatro Lara. Y la radiografía del público que logren congregar en próximos conciertos, tras este discazo, nos hablará mucho de cómo es el público en nuestro país en relación a la música electrónica. Igual nos llevamos una sorpresa.