Mientras nos empeñamos en dar pábulo a cualquier regreso importante de bandas que en otras décadas adquirieron cierta gloria, nos olvidamos de aquellos que realmente nunca se fueron. En el caso en los ochenta, grupos de distinto pelaje que tenían en común el malditismo de ser grupos de culto. Ahí tenemos a The Cramps, ya desaparecidos tras el reciente fallecimiento de su cantante Lux Interior; The Fall, que seguramente ostente el récord de ser el grupo con más miembros en sus filas a lo largo de la historia; o la banda de la que ahora tratamos: The Church.
Estos maestros creadores de atmósferas todavía no se rinden, a pesar de tener la cruz de ser apenas conocidos para el gran público por singles como Under the Milky Way, Reptile y poco más. Han creado su propio sello, Unorthodox, y ahí continúan publicando las canciones de su ya vigésimo tercer álbum para quien las quiera escuchar. Y tal vez se trate del disco que muchos de sus fans llevaban tiempo esperando, porque han sabido combinar lo épico (sin sonar excesivo, véase el single Pangaea o Anchorage) con las canciones más sencillas de su repertorio (Cobalt Blue) y alguna concesión al rock psicodélico de los sesenta, con el gran cierre de Operetta. Aunque yo me quedo con Deadman´s Hand, que confirma el acierto compositivo del grupo y que Marty Willson-Piper sigue siendo un maestro para las intros.
La sabia combinación de las guitarras de Peter Koppes y el mencionado Willson-Piper -uno de los mejores guitarristas de su década y que sigue siéndolo en la actualidad- con la voz y el bajo de Steve Kilbey continúa dando buenos resultados. Y es que, después de treinta años, no basta con reunirse. Hay que mantener la magia y el espíritu, las ganas y la confianza que se tenían desde el principio, y eso es algo que The Church han tenido muy claro, y no precisamente porque lo hayan anunciado en una ampulosa rueda de prensa: se transparenta en su nuevo álbum como a través de agua cristalina.
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