Sigur Rós – Valtari
Llevaba tiempo esperando poder decir lo siguiente: ¡Sigur Rós han vuelto! Cuando hace apenas dos años anunciaron que se tomaban un descanso indefinido, para centrarse en sus carreras en solitario, jamás imaginamos que necesitarían tan poco tiempo para darse cuenta de lo huérfanos que nos dejaban a todos sus seguidores. Es como si últimamente hubieramos tenido que aprender a dormir solos por las noches, sin el cuento o la canción de cuna con la que nos criaron nuestros padres. Pero ahora, como venidos de un largo viaje que se antojaba solo de ida, vuelven el calor de sus manos a arroparnos, el sosiego de su voz a embelesarnos, y su contar melódico y nostálgico a conducirnos, envueltos en paz y harmonía, a donde solo la imaginación y la magia reinen sobre nuestras mentes.
Los islandeses siempre han sido un grupo diferente, una banda a parte. Con una sensibilidad especial, y un inalterable fondo de bondad absoluta, siempre han parecido de otro planeta: los protagonistas, quizás, de una mitología tan del norte que pertenece a las estrellas. Serían la leyendo de quien creó de la oscuridad la luz, de quien le dio voz al silencio, de quien armonizó el cielo con la tierra, el fuego y el hielo, y la noche y el día. Sigur Rós no podían nunca pasar inadvertidos: hegemónicos sobre el post-rock, el space-rock y el dream-pop del siglo XXI.
Ahora han vuelto y percibimos ciertos cambios: transformaciones naturales que se han ido produciendo a fuego lento, y que ahora se muestran orgullosamente enunciadas. Valtari (Parlophone, 2012) no tiene el fresco verdor de otros discos, ni la tensión ni el ritmo de galope; no tiene el desarrollo apocaliptico que nos hizo estremecer en obras pasadas. Pero en el poso de su sonido se nota todo eso, interiorizado y fusionado en sus entrañas. Se entrevén, más allá de la apariencia harmónica y casi tántrica del nuevo disco, todas las etapas y estratos que han conducido a Sigur Rós al punto exacto musical en el que se hallan. Y como no podía ser de otro modo con gente así, el ciclo de los islandese remite a un lugar muy familiar para todos, cerca de sus orígenes.
No es que Valtari sea un volver a empezar, una vuelta al principio, pero sí se respira esa misma suspensión en la nada que se apreciaba en el Von (Smekkleysa Records, 1997): una nada llena de detalles como surgidos de la inercia y del caos puesto en paz, observado lenta y apaciblemente. Hay, frente a su primer disco, una mayor capacidad de síntesis, de silencio y suavidad. Y aunque rítmicamente sea, como aquel, mucho más monótono que los demás álbumes, la riqueza compositiva de melodías y texturas supera con creces la que aquel disco áspero, denso y desafiante con el que se presentaron al mundo.
Es como contraponer el alba con el atardecer: inconfundibles entre ambos, no son más que el sol puesto en el mismo ángulo. Sigur Rós hace que nos dé igual si empiezan o acaban, si es el principio o el fin de algo; hacen que, sin más, te detengas un instante y observes qué hay afuera, ahí, frente a tí, a tu alrededor. El cromatismo característico de los islandeses, en este como en sus mejores trabajos, nos recuerda una vez más que el hogar de cada uno es uno mismo, y que aunque el mundo es grande y asusta, es precisamente ahí donde radica la magia de estar vivo.
Desgranar Valtari es como descorrer vestidos de seda en busca de un secreto que reluce en el fondo del armario. Puede que la tensión y el gótico de anteriores etapas haya menguado, pero parece que su paso por el barroco ha concluido, dejando atrás esa fase, orquestal y florida, que representa en la carrera de Sigur Rós el Með Suð I Eyrum Við Spilum Endalaust (XL Recordings/EMI, 2008). Canción a canción encontramos siempre una contención natural a los sentimientos que, en anteriores trabajos, se expresaban con más aínco e intensidad. Pero transmiten todo el proceso de lucha y contradicción dialéctica interna que han sufrido para llegar hasta aquí. No habrá momentos de éxtasis más allá de Varúð o Rembihnútu, y sin la grandilocuencia de antaño. Ni voz en las últimas canciones, como ese final anticipado al que solo ellos saben poner música.
Tal vez haya gente que crea que este disco solo vale para echarse la siesta, y no hace falta que le augure dulces sueños, porque estoy convencido de que los tendrá. Y más que dulces, los tendrá plateados, y de ese azul tan poco carnoso al que han vuelto los islandeses. Porque esta vez sí, Sigur Rós han vuelto…a casa.
Publicado previamente en En Clave de Luna.