Sigur Rós (Jahrhunderthalle, Frankfurt, 24-11-2013)
¿Cómo no caer en sentimentalismos para describir un concierto de Sigur Rós? A lo largo de sus quince años de existencia han parido canciones a las que podemos vestir con cientos de adjetivos, todos más o menos preciosistas. Nos han hecho creer que ellos e Islandia no pertenecen a este mundo encerrado ya en apenas ciento cuarenta caracteres. De aquellos extensos desparrames instrumentales, a los que volvieron con el paisajístico Valtari (2012), han ido viajando lentos y seguros hacia una concreción pop que ahora manejan con envidiable destreza. Si con Með suð í eyrum við spilum endalaust (2008) nos recibían desnudos, correteando y con las luces encendidas, en Kveikur (2013) parece estar todo oscuro. Tendremos que sumergirnos, pues, en rutas inciertas, recorrerlas y sufrir algún que otro encontronazo contra rocosos muros para, finalmente, saludar a un álbum inmenso, de extensa vida y que termina situándose con cierta facilidad entre lo mejor de su discografía.
En Frankfurt volvieron a ofrecer un concierto mágico -no pongan esa cara, ¡ésa es la palabra!- dentro de un Jahrhunderthalle donde parecía que estuviera prohibido hablar e incluso, por momentos, respirar. Máxima atención y respeto hacia una banda que se vio obligada a volver al escenario en dos ocasiones una vez finalizada la actuación para recibir el cariño del público en forma de larguísima ovación. Apoyados por una sección de viento y otra de violín, así como percusiones, teclados y arreglos varios, los islandeses se pasearon por todos los capítulos de su carrera gracias a un repertorio inquebrantable y dominado, al menos en su primera parte, por la franqueza de Kveikur. Especialmente poderosa y memorable fue la interpretación de Brennisteinn, momento elegido para dejar caer la fina tela que hasta ese momento sólo nos permitía ver las sombras (físicas) del grupo y unas espectaculares proyecciones que se mantendrían durante todo el concierto. La lista de hechizos en forma de canciones incluyeron Hoppípolla, Glósóli, Vaka, Hrafntinna o un Festival salvaje y definitivo.
Con los ojos alucinados y las luces de nuevo encendidas, nos marchamos a casa siendo conscientes de muchas cosas. Entre ellas, que jamás olvidaremos aquel veinticuatro de noviembre de dos mil trece. También con la esperanza de que un recuerdo de esta magnitud pueda vencer en el futuro a posibles y terribles enfermedades. Allí nos juntamos ingleses, polacos, chilenos, españoles y hasta alemanes, claro está, pero ninguno era capaz de expresar lo experimentado en las casi dos horas que duró aquello. Sus caras y sonrisas, sin embargo, dejaban bien claro lo que acabábamos de presenciar. Algo que se ha intentado transmitir aquí y que, releyendo el texto, se puede decir que ha terminado en fracaso. Esperemos que la tentativa sirva por lo menos para que algún día se decidan a vivir la experiencia: merece todas las penas del mundo.
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