[Reseña] Smoking room (Teatro Cervantes, Málaga, 16/01/2018)
Volvía Smoking room a Málaga después de los tres galardones conseguidos en el Festival de Cine Español de 2002. La película, dirigida y escrita al alimón por Julio Wallovits y Roger Gual, tomó impulso al alzarse en aquella ocasión con el premio especial del jurado y también con los de mejor guión y reparto masculino. Regresaba, decíamos, ya que Gual, tras años rechazando ofertas para llevar la obra a los escenarios, la sacó finalmente de paseo con la colaboración del Pavón Teatro Kamikaze de Madrid. Con respecto a la cinta repite únicamente Manuel Morón, que escala posiciones y se sitúa ahora en un cómodo emplazamiento desde el que puede beber whisky y saborear un huevo pasado por agua mientras arenga a uno de sus empleados. El relevo de Eduard Fernández lo toma Miki Esparbé, figura que inicia el conflicto en la empresa —filial de una compañía americana— al intentar reunir firmas entre sus colegas con la finalidad de levantar una sala de fumadores dentro del edificio. Secun de la Rosa, Pepe Ocio, Manolo Solo y Edu Soto completan un plantel coral más o menos equilibrado que cubre con soltura un generoso abanico de registros.
Inevitable, si uno conoce el filme, no confrontar ambas versiones, extraer aciertos y decaimientos. Resulta curioso y fascinante comprobar como la asfixiante tensión que encerraba y encierra la película se encoge aquí hasta terminar volteando la tortilla; sirva como ejemplo el relato en el que descubrimos que la esposa de uno de los personajes, enfadada con él, no le permite entrar en casa: lo que en la pantalla se narra como lo que es, una penosa situación en la que se atisba la linde del precipicio con lágrimas en los ojos, se convierte en su transmutación teatral en uno de los cuadros más hilarantes, por reiterativo, del montaje. Ocurre igualmente con otras escenas que, estirando el texto original, provocan no pocas risas en el patio de butacas y debilita la fuerza del mensaje que se nos quiere trasladar, que no es otro que el del pánico existente ante la precariedad laboral, a decir lo que uno piensa a riesgo de enfrentarse a jefes y compañeros hasta verle las orejas al temido despido. A sacar los pies del tiesto, en definitiva, e intentar zafarse aunque sea tímidamente de un modelo laboral y vital al que Paul Lafargue aún tendría mucho que reprochar.
Cabe preguntarse si aligerar el drama y engordar su perfil cómico era la intención de esta adaptación. Tal vez sean los espectadores los que, dependiendo de la función, de la noche o de la ciudad en la que se represente, la coloquen en un género u otro. Quién sabe. La cinta, que contaba con un par de momentos en donde poder descargar la carcajada, conseguía desde su grisácea formalidad sacudir al espectador y señalar lo aterrador del asunto durante la mayor parte de su metraje. Aquí sólo acontece con verdadero nervio cuando, ya encarando el final —y obviando el prescindible añadido del epílogo—, la violencia física complementa a la verbal y el público, ahora sí, parece recibir el golpe en su propio estómago. Da que pensar.
Foto: Geraldine Leloutre.