[Reseña] Señora de rojo sobre fondo gris (Teatro Cervantes, Málaga, 09/01/19)
Emotiva adaptación de la novela de Miguel Delibes dirigida por José Sámano y protagonizada por José Sacristán
Es así: los vivos, comparados con los muertos, resultamos insoportablemente banales. Los acontecimientos cotidianos, a los que apenas prestamos atención mientras se están produciendo, los consideramos normales; páginas tibias de nuestra cotidianidad. «Incluso», dejó escrito Delibes en la novela, «te parece ridículo el reconocimiento ante los allegados». Pero un día, siempre el más inesperado, «falta ella y se hace imposible agradecerle que te metiese el botón de la camisa. Súbitamente, su atención deja de parecerte superflua para convertirse en algo importante». Son algunos de los múltiples apuntes y reflexiones que contiene esta Señora de rojo sobre fondo gris, crónica y confesión en la que el escritor vallisoletano —y miembro de la Real Academia Española desde 1975— recuerda a su mujer, Ángeles de Castro, mientras describe el proceso de la enfermedad que terminó con su vida a los 48 años.
No es la primera vez que José Sacristán y el productor y director José Sámano coinciden bajo el reclamo de un texto de Delibes. En 1989 Sacristán encarnó al tuberculoso Pacífico Pérez en Las guerras de nuestros antepasados, y ahí, tras más de dos temporadas de gira con la obra, se completó felizmente el triunvirato integrado por Delibes, Sacristán y Sámano. Una primera adaptación de Señora de rojo sobre fondo gris llegaría en 2008, pero el trabajo quedó finalmente interrumpido por problemas de salud y la muerte en 2010 del academicista. Sería en 2017 cuando el proyecto volvería a tomar nuevo impulso partiendo desde cero e incorporando a la mesa de trabajo la fresca mirada de la actriz y escritora Inés Camiña.
El resultado es un montaje parco en recursos escenográficos, para qué más, y opulento en lo interpretativo. Al igual que ocurre en el texto original, el único personaje al que escuchamos es a Nicolás; el resto de sujetos que deambulan por la narración —familiares, amigos o la propia Ana— forman parte de un elenco situado fuera del cuadro físico que se desarrolla en el escenario; son moldeados a través de las palabras de un Sacristán que durante ochenta minutos saca a pasear lo más notable, desde una saludable continencia, de un repertorio pletórico de gestos, entonaciones, modulaciones y silencios que acumula seis décadas de prosperidad sobre las tablas. Recursos a los que echa mano el de Chinchón para rememorar a una mujer que descubría «la belleza en las cosas más precarias y aparentemente inanes» y a la que con lágrimas en los ojos le confiesa, cuando el tumor comienza a ganar la contienda, que no eran los ángeles los que le amparaban mientras él trabajaba en su estudio, sino ella: «Yo me limitaba a ser un médium, un eco de su sensibilidad». Tarea inviable será ya, en fin, separar esta torrencial declaración de amor firmada por Delibes de la figura de Sacristán, actor que, parafraseando una de las líneas más celebradas del relato, con su sola presencia ahí arriba es capaz de aligerar la pesadumbre de vivir.