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Más razones para querer a Charlie

Mike Edison repasa en el libro 'Simpatía por el baterista' la carrera de Charlie Watts y pone en valor su labor durante seis décadas con los Rolling Stones

Charlie Watts, retratado durante la grabación de un vídeo en Nueva York, en 1978. Foto: Michael Putland Hulton Archive / Getty Images

A pesar de las reiteradas afirmaciones de Keith Richards asegurando que sin Charlie Watts no hay Stones, lo cierto es que la maquinaria ha seguido adelante tras la muerte del batería. Según palabras del propio Richards, fue Charlie, ya enfermo, quien sugirió a Steve Jordan como sustituto para el No Filter Tour que debía comenzar en Estados Unidos en septiembre de 2021. Watts fallecería en agosto, poco antes de inaugurarse la gira, y finalmente Jordan —quien lleva en la órbita de los Stones desde que participara en 1986 en el disco Dirty work— pasó a formar parte de la alineación titular de la banda tanto sobre el escenario como en el estudio, donde presumiblemente Jagger y compañía andan grabando su primer álbum con nuevas canciones desde A bigger bang (2005).

Charlie siempre importa e importará. Y mucho. Cualquiera que conozca medianamente los milagros y miserias del grupo lo sabe. Pero nunca está de más una nueva reivindicación de su figura, sobre todo si atendemos a la escasa producción literaria en torno a su obra y biografía. En este caso, la demanda para regresar al repertorio stoniano desde la perspectiva del batería viene suscrita por Mike Edison en Simpatía por el baterista. Por qué importa Charlie Watts, volumen publicado en 2019 que hace unas semanas editaba en nuestro país Libros del Kultrum con traducción de Vinnie Lawrence. Edison, escritor y también baterista, participó durante los ochenta y noventa en giras de grupos como Sonic Youth, Los Ramones o Soundgarden, y recientemente lo hemos podido ver y escuchar junto a los ubetenses Guadalupe Plata.

Simpatía por el baterista condensa las andanzas de los Stones haciendo parada en varias de las cimas y simas de la formación e intercalando aquí y allá las principales razones de por qué Charlie es pieza fundamental del engranaje del grupo. Ahí van tres de las más notables: Watts nunca exageró, nunca «compitió con el resto de la banda por disputarle el espacio aéreo»; tenía roll además de rock, y en el rollo, como afirma Richards, «está todo el maldito asunto»; además, cuando Mick, Keith, Ronnie o Bill se desmandaban a causa de variopintas movidas, Charlie «les enmendaba la plana a todos a lomos de su pequeña batería». Y lo de pequeña es literal: durante casi toda su carrera, y alejándose de los mastodónticos sets que comenzaron a proliferar a principios de los setenta —especialmente como parte del arsenal de instrumentos que desplegaban los grupos de música progresiva—, Watts se limitó básicamente a dos platos, un ride y un crash.

También hay espacio en el libro, cómo no, para las drogas. A diferencia de Keith Richards o Ronnie Wood, Charlie no comenzaría a consumir en serio hasta 1983. Durante tres años se convirtió «totalmente en otra persona» debido a la ingesta de speed y heroína. «Te pareces al conde Drácula», le decía su hija. «Casi me mato. Me paré en seco por mí y por mi mujer. Mirando atrás, creo que fue una crisis de mediana edad». A pesar de todo, su excursión al lado oscuro también tuvo su parte más o menos luminosa ya que, según afirmaría años después, sin las drogas nunca habría tenido el valor de reunir a diversos músicos para configurar una orquesta de jazz, una big band, con la que daría comienzo a su carrera en solitario en 1985. Aunque es bien sabido, conviene recordar y hacer hincapié en la primordial influencia del jazz en Charlie y, por extensión, en los Rolling Stones. Sería Walkin’ shoes, de Gerry Mulligan, la canción que a los trece años prendería en Watts una llama que se iría alargando y ensanchando gracias a una extensa nómina de héroes que incluía, entre otros muchos, a Philly Joe Jones, Sid Catlett, Dave Tough, Duke Ellington, Louis Armstrong, Max Roach, Kenny Clarke o Charlie Parker, sobre el que Watts escribió un libro para niños cuando comenzaba su carrera como artista y diseñador en 1960.

Edison cuenta todo esto y más, mucho más, con un estilo ágil, punzante y hasta beligerante. No esconde sus filias y fobias mientras recorre las aventuras y desventuras de una banda que este año celebraba sobre los escenarios y contra todo pronóstico sus seis décadas de existencia. ¿Se puede añadir algo más a estas alturas del cuento? Sí. Edison relata la archiconocida anécdota acontecida en 1984 en la que Jagger, algo borracho tras salir a tomar unas copas por Ámsterdam junto a Richards, regresa al hotel a las cinco de la mañana y llama insistentemente a la puerta de Charlie gritando «¿dónde está mi baterista?». Según cuenta Keith, y esto merece ser copiado tal cual, «veinte minutos después llaman a la puerta de la habitación donde nos encontrábamos Mick y yo. Allí estaba Charlie Watts, con un traje de Savile Row, perfectamente vestido, con corbata, afeitado, todo el puto rollo. Podía oler la colonia. Abrí la puerta y ni siquiera me miró, pasó por delante de mí, agarró a Mick y le dijo: “No vuelvas a llamarme tu baterista”. Luego lo levantó por las solapas de la chaqueta y le dio un buen gancho de derechas». Hasta aquí, todo bien: nunca nos cansaremos de leer o escuchar esta historia. Nunca. Pero Edison va más allá y detalla qué carajo ocurrió después de que Watts le rellenase la boca a Jagger con un puño. Es otra de las razones por las que merece la pena arrimarse a las trescientas páginas de este Simpatía por el baterista, emotiva carta de amor firmada por Edison y dirigida a un Charlie Watts que, emulando al dinosaurio de Monterroso, siempre estuvo y estará ahí.

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