Los autonautas de la cosmopista
Entre mayo y junio de 1982, los cronopios Julio Cortázar y Carol Dunlop –su tercera pareja y segunda esposa-, realizaron un viaje que llevaban algunos años persiguiendo y que, por agendas rebosantes de compromisos, se demoró más de lo esperado. El proyecto consistía en recorrer el trayecto París–Marsella -cerca de ochocientos kilómetros- sin abandonar bajo ningún concepto la autopista y visitando dos paradores por jornada. El periplo consumió treinta y tres días llenos de anécdotas y vivencias que en las cuatro manos del feliz matrimonio quedan transfiguradas en una aventura fabulosa.
Los autonautas de la cosmopista (1982), que a la postre podríamos considerar como la última obra del genial escritor argentino, se nos presenta como un cuaderno de bitácora donde los menús diarios, las fotos y las ocurrencias de ambos conforman un collage terriblemente atractivo. Asistimos a la génesis del evento, a los bautizos de los protagonistas –el Lobo, la Osita y Fafner el dragón, esto es, la furgoneta roja Volkswagen modelo T2A- y, tras dejar atrás un buen puñado de hojas, a un final del recorrido donde, con lágrimas en los ojos y bajo una angustia que únicamente es combatida a través del silencio, la pareja se refugia tomando un pastis marsellés en el Vieux Port.
Pocos meses después, la joven autonauta Carol fallecía, dejando a Cortázar completamente sólo frente a la tarea de editar y poner en orden todas las cuartillas e instantáneas del viaje; de ahí que se incluya un epílogo a cargo del Lobo totalmente sobrecogedor y lleno de una belleza que es igualmente apreciable en muchos pasajes de esta obra.
Post-Scriptum
«Lector, tal vez ya lo sabes: Julio, el Lobo, termina y ordena solo este libro que fue vivido y escrito por la Osita y por él como un pianista toca una sonata, las manos unidas en una sola búsqueda de ritmo y melodía.
Apenas terminada la expedición, volvimos a nuestra vida militante y partimos una vez más a Nicaragua donde había y hay tanto para hacer. Carol reanudó allí su trabajo de fotógrafa mientras yo escribía artículos para mostrar en todos los horizontes posibles la verdad y la grandeza de la lucha de ese pequeño pueblo que infatigablemente continúa su viaje hacia la dignidad y la libertad. También allí encontramos felicidad, ya no solo en los paraderos del París-Marsella sino en el contacto diario con mujeres, hombres y niños que miraban como nosotros hacia delante. Allí la Osita empezó a declinar víctima de un mal que creíamos pasajero porque en ella la voluntad de la vida era más fuerte que todos los pronósticos, y yo compartía su coraje como siempre compartí su luz, su sonrisa, su enamorada vivencia del sol, del mar y de la esperanza en un futuro más hermoso. Volvimos a París llenos de planes: terminar el libro, dar sus derechos de autor al pueblo nicaragüense, vivir, vivir todavía más intensamente. Siguieron dos meses que nuestros amigos llenaron de cariño, dos meses en que rodeamos a la Osita de ternura y en que ella nos dio cada día ese valor que nos iba abandonando. La vi emprender su viaje solitario, donde yo no podía ya acompañarla, y el 2 de noviembre se me fue de entre las manos como un hilito de agua, sin aceptar que los demonios dijeran la última palabra, ella que tanto los había desafiado y combatido en estas páginas.
A ella le debo, como le debo lo mejor de mis últimos años, terminar solo este relato. Bien sé, Osita, que habrías hecho lo mismo si me hubiera tocado precederte en la partida, y que tu mano escribe, junto con la mía, estas últimas palabras en las que el dolor no es, no será nunca más fuerte que la vida que me enseñaste a vivir como acaso hemos llegado a mostrarlo en esta aventura que toca aquí a su término pero que sigue, sigue en nuestro dragón, sigue para siempre en nuestra autopista.»
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