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La tentación vive arriba

latentacionvivearriba_1955En parte eclipsada por esas monumentales películas de Billy Wilder que obtuvieron mayor reconocimiento, La tentación vive arriba (The seven year itch) ha llegado a nuestros días como la mejor muestra del personaje que hizo célebre a Marilyn Monroe: la rubia tonta de sexualidad desbordante. Claro que la malograda actriz tenía más talento –en particular para la comedia, aunque no en exclusiva– de lo que muchos pensaban al mirarla, siquiera de pasada. Pero poco importaba, y mucho menos otra estrella de convulsa vida privada, cuando la maquinaria de Hollywood echaba a rodar. La cinta, de hecho, se estrenó con una gran campaña publicitaria que inevitablemente se recreaba en el icono sexual en el que Marilyn se acababa de convertir. Pero, dejando a un lado los claroscuros del mito sexual de varias generaciones –un trabajo que los biógrafos de la actriz, tan afectados y maliciosos en su mayoría, han sabido hacer como nadie–, centrémonos en hablar de esta comedia. Lo primero, un breve apunte sobre su trama: como cada verano, los maridos mandan a sus esposas e hijos de vacaciones y se quedan en Nueva York para trabajar duro. Pero un rodríguez no es tal si no fantasea con echar alguna cana al aire en ausencia de su mujer. Richard Sherman (Tom Ewell) no es una excepción, y sus buenos propósitos de no sucumbir a la tentación, más fuerte por ser su séptimo año de casado, tendrán que superar un escollo casi insalvable cuando su estival monotonía quede destrozada por la aparición de una voluptuosa nueva vecina (por supuesto, Marilyn Monroe). A partir de aquí, dejemos volar la imaginación, como el mismo Sherman hace a menudo.

La tentación vive arriba fue teatro antes que cine. Y una obra de éxito, además. Su propio autor, George Axelrod, al que debemos guiones tan distintos pero interesantes como Bus stop, El mensajero del miedo o Desayuno con diamantes, se encargó de su adaptación a la gran pantalla, a medias con Billy Wilder. Esta unión no perduró tanto ni proporcionó los soberbios frutos de su trabajo con Charles Brackett (Ninotchka, Bola de fuego, Días sin huella, El crepúsculo de los dioses), ni tampoco la brillantez cómica y sarcástica de su etapa con I.A.L. Diamond (entre otras, El apartamento, En bandeja de plata o Uno, dos, tres), pero se debe destacar porque ambos supieron hacer frente a un descomunal problema que se planteaba en la época: la censura. No obtuvieron una victoria completa –no era posible de ninguna de las maneras–, pero los obligados cambios sobre el original, en especial la no consumación del adulterio, dieron lugar a una obra distinta, menos contundente, pero seguramente más divertida. Las situaciones al límite de lo permitido son constantes, como lo son también las insinuaciones en los diálogos. La elección de los protagonistas hizo el resto. Para el papel protagonista se recurrió a Tom Ewell, experimentado actor que protagonizaba también la obra teatral. Su personaje debía encarnar la esencia del hombre corriente, alejado del prototipo del galán cinematográfico, y sometido a la tensión de una aventura amorosa que parece incluso sobrepasar sus mejores sueños. Lo consigue de forma sobresaliente, al igual que Marilyn Monroe, en la cúspide de su talento natural, encarnando a la superficial pero deliciosa vecinita del piso de arriba, que planta cara al verano neoyorquino metiendo su ropa interior en la nevera.

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Sin alcanzar la perfección de otros trabajos de Billy Wilder, por las dificultades ya comentadas, y pese a haber sido relegada a un segundo plano prácticamente desde su estreno –injustamente, como procede–, La tentación vive arriba es una comedia de primera. Más allá de su planteamiento como “comedia picante”, de la presencia de Marilyn Monroe y la consabida escena de los respiraderos del metro, la película tiene personalidad y valores suficientes como para perdurar en el tiempo. Su contemplación depara un rato realmente agradable y eso ya vale tanto como un reino. Si además tienen la suerte de poderle dedicar su tiempo en una calurosa noche de verano como las que ahora disfrutamos –o padecemos–, hasta pueden recrearse soñando. Bastará con que imiten al protagonista y confíen en Rajmáninov y su maravilloso Concierto para piano número 2. Dejen que suenen los primeros acordes de su primer movimiento y cierren los ojos. Si se lo pueden permitir, apuesto a que poco después llamará a su puerta algún desconocido o desconocida que suplicará que le deje combatir los rigores del clima con su aire acondicionado –o, en su defecto, con un ventilador–. A partir de ahí, todo queda a su imaginación.

Antonio Camero

The seven year itch, EE.UU., 1955
Dirección: Billy Wilder; Guión: Billy Wilder y George Axelrod, a partir de la homónima obra de teatro de este último; Fotografía: Milton Krasner; Música: Alfred Newman; Intérpretes: Tom Ewell (Richard Sherman), Marilyn Monroe (la vecina), Evelyn Keyes (Helen Sherman), Sonny Tufts (Tom MacKenzie), Robert Strauss (Sr. Kruhulik), Oskar Homolka (Doctor Brubaker).

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