Heineken Primavera Sound 2013. Día 2
Primavera Sound 2013. Día 2: Kurt Vile & The Violators, Django Django, The Jesus and Mary Chain, James Blake y Goat.
(Continuación de la primera jornada, día jueves 23 de mayo)
Primavera Sound se está convirtiendo poco a poco en un museo de sueños donde los grupos más importantes de nuestra generación los hacen realidad, casi a la carta. Da igual lo grandes que sean: si han marcado época, o tu vida como la de muchos, antes o después aquí estarán. Ayer era el día de Blur y The Jesus and Mary Chain, como lo fue el jueves de The Postal Service y lo será hoy de My Bloody Valentine. Se vieron fanatismos realmente desorbitados, que nos dan a entender que hay grupos que son la vida entera de algunas personas. En cualquier caso, ayer era un día para disfrutar, quizá de menos conciertos, pero con menos prisas y traslados. Lástima el frío, eso sí. Pero la jornada empezaba con Kurt Vile, un tipo de carne y hueso que esconde súper poderes musicales tras su larga melena de rockero, y la calidez, por tanto, estaba servida.
Aun no se había puesto el sol en el escenario Heineken cuando el de Philadelphia se puso a cabalgar el viento a lomos de su guitarra. De blanco bien reluciente, y volcado constantemente sobre su instrumento de manera tierna y obsesiva, Vile sentó cátedra como si quisiera demostrar que no tiene mérito alguno lo que él hace. Con naturalidad y aparente facilidad, despliega sobre el escenario una modestia y una humildad que hacen de sus directos un acto extraordinario de sinceridad y de derroche de sí mismo. Musicalmente, sin embargo, lo que confiere u otorga al espectador es más bien una especie de sensación de seguridad en uno mismo, como si su sonido alimentara directamente al núcleo duro que hay en cada uno de nosotros. Escuchando a Kurt Vile uno podría caminar hacia el sol horizontal de poniente sin utilizar gafas oscuras ni agachar la mirada: es un poco el espíritu del pionero, pacificado y sociable, convertido en rock del bueno.
Flotar entre los rayos del último sol con los punteos de Kurt es una experiencia inolvidable. Más allá de si su estética musical es más psicodélica, blusera, americana o indie-rockera, Vile muestra signos de esa grandeza que elude frontalmente las etiquetas, porque al transmitir el músico la misma evocación a su público, le hace partícipe de un momento y una estética música que son irrepetibles e inclasificables. Desde luego, era uno de los grandes tapados por un cartel lleno de leyendas; pero él se está construyendo la suya. Con Django Django, por el contrario, parece hasta divertida la tarea de buscarles adjetivos. Su estilo cubista y camaleónico, presentado al mundo a través de su excelente álbum de debut, es un compendio de buenas referencias hijas de la globalización; el problema, quizás, es que no las llevan todas al directo, y parece, como en el caso de Tame Impala, que han sido descubiertos demasiado pronto.
En cualquier caso, su concierto fue de menos a más, y aunque en ningún momento dejaron de resultar ligeramente descoloridos e inevitablemente más occidentales que en el disco, sobre todo al principio, terminaron por imponer su pulso caldeado, de acento africano, por pura insistencia rítmica. Nunca estuvo lo suficientemente cerca de nosotros el continente negro como para quitarnos el frío a los que allí estábamos, pero sí se metieron en nuestros cuerpos. Se diría que su música les quedó un poco hueca, que el bajo relieve de cuerdas que sostienen sus canciones, como una red de sogas bien estirada, no fue muy profundo, pero al margen de las expectativas deberíamos confesar que es bastante sorprendente y estimulante la especie de afro-pop-art-rock que se marcaron: divertida, fragmentaria y colorida, como una vidriera poliédrica en medio de una jungla.
Con la noche ya instalada en el recinto del Fòrum, empezaba la hora de las leyendas: la primera de ellas, The Jesus and Mary Chain. Resulta hasta anecdótico que en primera fila hubiera chavales jóvenes, porque el magnetismo de los escoceses, pese a oler poderosamente a años ’90, se ha extendido una y hasta dos décadas más allá de su época. Reunidos de nuevo en 2007 tras un largo hiato, son como un perfecto y bello anacronismo, capaz de tintar el cielo de rock metálico y alternativo a base de acordes, melodías y canciones míticas. Parece hasta insultante hablar de post-rock en referencia a una banda que ya estaba ahí antes, marcando el camino; pero escuchándoles se puede entender qué ha cambiado en la música desde su época, y el por qué de la degradación de parte del mundillo musical. The Jesus and Mary Chain son un valor fijo porque nadie les dice lo que tienen que hacer. Ni ahora ni nunca.
Son un valor seguro que hasta en bolsa iría como la seda porque hay implícita en su música un capital social astronómico, materializado en una contundencia de base que ya de por sí asusta. Cada guitarra y baquetazo aporta masa a la base cimentada, pero lo hace en su justa medida, como un tetris perfectamente construido, con todas las casillas cuadrando con precisión, que no se destruye porque está al servicio de rock limipo que parece sucio. No obstante, antes de que terminara su concierto ya estaba plantado esperando a James Blake en el escenario Primavera, en la otra punta del recinto. Quizá la expectación no estuviera a la altura de lo que allí se vio a continuación, y ni siquiera a la de las expectativas que debería haber creado con su segundo trabajo, Overground (Republic, 2013), pero lo que el niño prodigio del post-dubstep hizo anoche en el Primavera Sound fue un concierto antológico. Realmente a la altura de muy pocos.
Hace el amor apasionadamente con la música el chaval de Londres, casi en silencio. Su voz es prodigiosa: un milagro que mezcla, manipula con pulso de cirujano, y desdobla para cantar a dúo consigo mismo. Sus manos de aristócrata pianista protoromántico, de productor y clasicista a la vez, son la mera extensión de una mente superdotada, capaz de concebir sus temas de miles de formas distintas. Pero lo más alucinante es que con ellas construye templos al amor, a la intimidad, a la pasión, al soul, a la electrónica y a la sutil elegancia de los espacios abiertos. Entre la inmensidad del público consigue capturar una línea directa con cada uno de los que le escuchan, y los conecta con algo íntimo y grandiosamente desplegado al cielo al mismo tiempo. En compañía de un percusionista impresionante y un guitarrista que parecía una ventisca, James Blake enamoró a Barcelona sentando las bases de la música que viene.
La hipnosis a la que me sometió el precoz genio de la electrónica no se disipó hasta casi el final de su concierto, y solo se vio ensombrecida cuando me quedé a las puertas del foso de fotógrafos en el recital de los también británicos Blur. Puede que Blake no le diera a todo el mundo lo que andaba buscando en ese preciso momento, sobre todo si Puede que las ganas de fiesta no se saciaran durante gran parte de su actuación, pero los que buscaran una excusa para marcharse al hotel o a casa con la pareja a dar rienda suelta a sus pasiones, debieron marcharse muy satisfechos y agradecidos. Yo, por el contario, rechacé a los Blur tras el portazo, y escuchada Bittlebum, me recosté sobre el escenario ATP para disfrutar del extraño pero sugestivo espectáculo de los misteriosos suecos de Goat. De Blur hablaré la semana que viene desde Porto, pero lo que sucedió en el ATP es casi intransmisible.
Su música bebe sangre de ritmos tribales, tiene piel de rock arenoso, como el que procede de la sequedad del desierto, nervios de funky, muy camuflados dentro de una psicodelia muy psicoactiva, y espíritu alucinógeno hervido en una eterna jam de perpetuo trance. Cabezas cubiertas por máscaras, dos guitarras, un bajo, batería corriente, otro con un solo timbal, como un verdugo empleándose a fondo, y dos hechiceras danzando, entonando invocaciones a dios sabe qué divinidad de qué cielo. Poco se sabe de esta gente: solo que su primer disco, World Music (Rocket Recording, 2012) ya prometía cosas diferentes, especialmente arriesgadas. Ayer, en su primera aparición en vivo en Barcelona, alimentaron más si cabe el misterio de su estética. Es posible que, sin saberlo, hayamos sido partícipes de una ceremonia o un conjuro que, en esta o en otra vida, traerá consecuencias. Faltaba un fuego y un altar para que aquello pareciera del todo una ceremonia de sacrificios. Hasta ahora, la sorpresa más grata del festival.
Mañana más.
(Continúa en la tercera jornada, día sábado 25 de mayo)
Fotos de Pablo Luna Chao.
5 comentarios