El hombre que pudo reinar
Medicina para los que en ocasiones creemos saberlo todo. En la era de internet, los viajes relámpago y los teléfonos multimedia, la aventura de sabor clásico es esa medicina que nos recuerda lo insignificantes que somos, acomodados en nuestro sillón de occidentales del primer mundo. Visto el documental en nuestra TV por satélite, atrapamos la esencia de un lugar y de sus gentes; usamos herramientas online para ver los sitios a cien metros de altura; y finalmente viajamos a bajo coste para empaparnos de lo que la agencia organizadora decide que nos empapemos. Lo peor del turismo, esa perversión moderna de lo que durante siglos fue simplemente viajar. Pero existe una medicina, decía, para reconciliarnos con la emoción, ya perdida para siempre, de ir a sitios desconocidos, misteriosos y, sobre todo, auténticos. No tenemos más que sumergirnos en las páginas de una novela de Julio Verne, disfrutar de La isla del tesoro de Stevenson, o acompañar al capitán Ahab en la feroz persecución de Moby Dick para darnos cuenta de que la rareza de un lugar no se debería medir por la falta de cobertura de nuestro móvil. También el cine ha tenido mucho que decir al respecto desde que Méliès descubriera lo idóneo que resultaba esta prodigiosa cámara oscura para contar increíbles historias, y con las grandes cintas de aventuras de los años treinta y cuarenta en el recuerdo, encontramos un ilustre heredero de ese mismo espíritu aventurero en El hombre que pudo reinar. Puede resultar extraño si se mira su tardía fecha de realización -mitad de los años setenta del pasado siglo-, pero mucho menos si pensamos que tras las cortinas se esconde John Huston, uno de los muchos cineastas de la época dorada de Hollywood que podían presumir de tener una vida tanto o más interesante que cualquiera de sus películas.
Nacido en el seno de una familia ligada al cine desde la década de los treinta -su padre, Walter Huston, llegó a ser un reconocido actor-, la personalidad de John Huston es la clave para acercarse a esta deliciosa película. Desde sus comienzos en el documental y como guionista, más tarde dando forma al cine negro del período más clásico con El halcón maltés, o al frente de una serie de obras maestras que merecen mucho más que una simple enumeración por mi parte, hay dos universos que desde temprano reclamaron su interés por encima del resto. De una parte, el mundo criminal, urbano y sombrío, del citado cine negro (Cayo Largo, La jungla de asfalto…); de otro lado, la acción, libre y salvaje, del cine de aventuras (El tesoro de Sierra Madre, La reina de África, Moby Dick…). Elecciones lógicas para un hombre, conflictivo y de talento turbulento, que fue tan director de cine como bebedor, tan guionista como jugador y tan actor como mujeriego. Y que además de escribir o ponerse tras la cámara se había subido a un ring de boxeo y fue siempre un excéntrico cazador: sobre sus vivencias durante el rodaje de La reina de África tenemos la novela de Peter Viertel Cazador blanco, corazón negro, llevada al cine por Clint Eastwood en un muy interesante film. Egoísta, despótico a veces, es también indiscutible que el fuerte carácter y la sensibilidad artística de John Huston hicieron posible que estas películas alcanzaran la cumbre y no quedasen sólo en una correcta muestra de cine de género.
El hombre que pudo reinar, proyecto que no culminó hasta 1975 a pesar de que Huston trabajó en él durante décadas, es otro de los ejemplos de película atravesada por el carácter impulsivo de su autor. Adaptando el relato de Rudyard Kipling, el célebre autor británico de El libro de la selva y de emblemáticos poemas en lengua inglesa -y que aquí aparece además como personaje, un corresponsal del Northern Star-, se nos cuenta las andanzas de Daniel Dravot y Peachy Carnehan, dos antiguos oficiales del ejército británico destinados en la India que se embarcan en una loca aventura: convertirse en reyes de Kafiristán, engañando a los jefes de las tribus locales, para después saquear la región a placer. Superando las dificultades que encuentran por el camino, llegan a su destino para descubrir que sus crédulos habitantes toman a Daniel por el hijo un dios, el hijo de Alejandro Magno, que lo envía más de dos mil años después respondiendo a sus infinitas plegarias. Hasta el final, la aventura es la gran estrella del espectáculo. Como he dicho con insistencia, aventura de sabor clásico, romántica; de esa con la que los niños aprendían geografía mientras señalaban, al azar sobre un mapa, el destino que los haría famosos apenas crecieran un poco y partieran a surcar los mares y a subir montañas.
Daniel y Peachy, maravillosamente interpretados por Sean Connery y Michael Caine, respectivamente, son los pendencieros protagonistas de la historia. Poseen un historial digno de cualquier forajido, pero hacen gala de un encanto y un sentido del honor que supera al del resto de individuos que tienen alrededor. Masones por convicción y conveniencia, estos dos casacas rojas forman una pareja perfecta tras muchos años de amistad y lucha hombro con hombro -y de acento so british-. Mientras avanzan hacia las recónditas tierras del desconocido Kafiristán, y al tiempo que afrontan los más variados peligros, vamos conociendo mejor la personalidad y motivaciones de ambos personajes -tal y como dice Daniel en el segundo encuentro con Kipling (Christopher Plummer), han decidido que la India se les ha quedado pequeña y buscan más allá de sus fronteras-. Aunque inevitablemente sujeta a la obra literaria que adapta, la admirable narración de Huston hace uso de recursos cinematográficos tan solventes como la voz en off o los flashbacks, y de la mano de una fotografía que luce espléndida en los espacios abiertos -grandes paisajes hay aquí- y de la música de Maurice Jarre -acompañada de canciones tradicionales-, consigue transmitir las emociones que se esperan de tan épico viaje. La conclusión no es tan alegre como acostumbraba a ser en las cintas de piratas y espadachines de los años treinta, cierto, pero es un emotivo y poético final que una vez visto no se olvida. No en vano, cuando Danny y Peachy alcanzan la última etapa de su aventura, el interés por el dinero deja su lugar a los viejos valores de la amistad, el honor y la lealtad, lo único fiable a lo que pueden agarrarse hombres de acción como ellos. A lo que podemos añadir otro valor: el humor, presente en grandes dosis a lo largo de la cinta. Por último, hagamos nuestras las palabras de Peachy cuando proclama que no se cambiaría por el virrey de la India si tuviera que olvidar sus recuerdos. En el fondo, de eso trata todo el asunto: acumular experiencias y recuerdos para saber que hemos vivido. Daniel y Peachy lo entendieron, John Huston lo entendió, y nosotros sabemos que llevaban razón. Saludemos por tanto a los que hacen honor a tan genuino sentido de la vida.
Antonio Camero
The man who would be king, EE.UU.-Reino Unido, 1975
Director: John Huston; Productor: John Foreman; Guión: John Huston y Gladys Hill, sobre una historia de Rudyard Kipling; Fotografía: Oswald Morris; Música: Maurice Jarre; Intérpretes: Sean Connery (Daniel Dravot), Michael Caine (Peachy Carnehan), Saeed Jaffrey (Billy Fish), Christopher Plummer (Rudyard Kipling).
Le he puesto esta película a mis alumnos de 4º de ESO de Historia y dudaban entre arrojarme por la ventana o dormirse… lo he intentado tambíén con «La lista de Schindler» y se reían en la escena de las duchas… con «Capitan Conan» de Tavernier durmieron plácidamente y ni se inmutaron cuando cambié y les puse: «La chaqueta metálica»… excepto las secuencias cuarteleras y los diálogos más escatológicos no mostraron el más mínimo interés… al final de varias sesiones cinematográficas una alumna de 16 años me dice al acabar la clase: «Prefiero a Kurosawa o a John Ford como directores de cine bélico… Huston es demasiado irreverente para mi gusto»…
Me quedé mirándola con expresión de asombro mayúsculo y estuve a punto de darle un abrazo y levantarla en el aire sino fuera porque podría dar lugar a equívocos…. al final, un débil rayo de esperanza brilla en la oscuridad… está todo perdido?? umm…
Pues es triste lo que comentas, Pedro, aunque tampoco sorprende ya demasiado. Parece que sólo lo frenético, lo desbocado, logre despertar el interés de algunos. El ritmo pausado, lo que obliga a pensar, la paciencia, ponerse en el lugar del otro… ni hablar. Claro que tal vez esas películas eran muy malas y aburridas. Pero va a ser que no. Reírse en la escena de las duchas… cuánta confusión.
Y no quiero sonar como un apocalíptico de opereta, cosa que detesto. La juventud tiene estas cosas y las ha tenido desde hace miles de años. Pero tampoco seamos pánfilos: hay mucho por hacer en este terreno y cada vez «parece» que se haga menos. Por eso, iniciativas como la tuya son tan valiosas. No te rindas.