[Crónica] XIX Festival de Málaga. Cine Español
La decimonovena edición del Festival de Málaga. Cine Español ha sido la última con su actual denominación. A partir del año que viene habrá que sumar la preposición “en” a su nombre. Cine en español. Es decir, el festival, en su sección oficial, podrá albergar películas latinoamericanas. Hasta el momento únicamente entraban a concurso dentro de la sección Territorio Latinoamericano o, en la principal, si se trataban de coproducciones. El director del evento desde 2012, Juan Antonio Vigar, no cree en una posible amenaza para otros certámenes como el de San Sebastián o el iberoamericano de Huelva. “Hay suficientes películas de veinte países como para que tengamos nuestro hueco”, comentó en una entrevista concedida a El País hace unos días.
Pensamos que el cambio será positivo. Las películas a concurso en la sección oficial han vuelto a mostrar un nivel discreto. La incorporación de material latinoamericano, además de un mayor aumento de la competencia, conformará una selección más acorde con las pretensiones de un festival que sigue creciendo en números y propuestas. Algunos datos: la recaudación de taquilla ha aumentado un 12,6% (se han vendido 2.648 entradas más que en 2015) y las sesiones programadas un 7,2%. La organización ha fijado ya sus fechas para la celebración de la vigésima edición, que tendrá lugar del 17 al 26 de marzo de 2017.
Toro, fuera de concurso, abrió el festival. Kike Maíllo, su director, nos presenta un thriller sobre la familia -en todos los sentidos- con un José Sacristán en el papel de insípido Padrino. Toro cae en uno de los mayores males de nuestro cine: la previsibilidad. Todo lo que vemos ha pasado antes por nuestros ojos una y mil veces. Incluso los títulos introductorios fusilan sin atisbo de piedad los de True detective. Algo similar ocurre con Acantilado, dirigida por Helena Taberna. En ella, Gabriel (Daniel Grao) busca a su hermana pequeña tras el suicidio colectivo de una secta en Canarias de la que ella era adepta. Y es una lástima que todo transcurra plácidamente y sin sorpresa alguna, ya que el arranque de la historia, su notable fotografía o el plantel de actores -que no de personajes- merecían mejor suerte.
La situación económica en nuestro país sigue salpicando muchos guiones, libros, canciones. La sección oficial ha contado con hasta cuatro películas centradas en las consecuencias de la crisis. En La punta del iceberg, Sofía Cuevas (Maribel Verdú) es la encargada de realizar un informe sobre el suicidio de tres empleados de una multinacional. Basada en hechos reales -entre los años 2008 y 2009 se registraron un total de treinta y cinco suicidios en France Télécom-, la cinta de David Cánovas, en un grato ejemplo de contención, consigue atrapar al espectador y encerrarlo entre frías paredes llenas de trabajadores aterrados. “El fin justifica los medios” o “vivir para trabajar”, entre otras lindezas, podrían resumir con acierto algunas de las sensaciones que deja el filme. Por otro lado, El rey tuerto traslada a la pantalla la obra teatral de Marc Crehuet. Dirigida por él mismo y con el reparto original, la película relata el encuentro entre un un policía antidisturbios y un documentalista social que pierde un ojo en una manifestación. Tal vez desconcertante sea una de las palabras adecuadas para definir esta comedia dramática trufada de lugares comunes pero acertada en la idea global que plantea: ni los buenos son tan buenos ni los malos tan malos. Conviene recordarlo.
El año pasado, Techo y comida, de Juan Miguel del Castillo, se alzaba con el premio del público y Natalia de Molina, su protagonista, recibía la Biznaga de Plata a la mejor actriz. En ella una madre soltera y sin trabajo y su hijo de ocho años intentaban salir adelante con la constante amenaza de quedarse sin un sitio donde vivir. Ahora es Zoe, de Ander Duque, la película que recoge el testigo con una historia similar. Se diferencia de aquella en la imagen -aquí, por momentos, con tratamiento documental- y un presupuesto mucho menor. Si termina conmoviendo es gracias a la naturalidad de la pequeña y encantadora Zoe Gavira.
Los desahucios están igualmente presentes en Cerca de tu casa, dirigida por Eduard Cortés y protagonizada por una novata en esto de actuar como es Sílvia Pérez Cruz, que también ha compuesto e interpretado las canciones que aparecen en la película. Es innegable su fijación por Bailar en la oscuridad (Lars von Trier, 2000), pero se mantiene lo suficientemente alejada de ella como para crear un discurso propio que, si bien no descubre nada nuevo -tal vez ni lo intente-, se muestra emotiva a la par que evita caer en cualquier tipo de maniqueísmo. Días después, Sílvia Pérez Cruz, ya descalza y con la melena suelta, cerró el festival con un memorable concierto en el Teatro Cervantes.
Las raciones de humor -tapas en algunos casos- no podían faltar. La noche que mi madre mató a mi padre, de Inés París, abrió con brío y risas la sección oficial: creo que nunca escuché al Teatro Cervantes soltar tanta carcajada. De eso se trata. Un consejo válido para este y casi todos los estrenos actuales: huyan de las imágenes de promoción y de las sinopsis con ínfulas de relatos. Por su parte, El futuro ya no es lo que era, dirigida por Pedro Barbero y protagonizada por Dani Rovira y Carmen Maura, es todo lo contrario: un insulto para el espectador. En Rumbos, de Manuela Burló Moreno, las risas están combinadas con el llanto y el azúcar dentro de un relato que coge de aquí y allá, recordando en su esqueleto a producciones como Babel (Alejandro González Iñárritu, 2006), para quedarse finalmente en un producto amable y bien hecho, que no es poco. Quatretondeta, de Pol Rodríguez y con Sacristán a la cabeza del reparto, opta por un comienzo surrealista y prometedor al que poco le falta en su parte final para terminar ahogándose en sus propias piruetas.
Guernika, de Koldo Serra, y Kóblic, de Sebastián Borensztein, tienen puntos en común. Ambas parten de oscuros sucesos históricos, destacan en el apartado técnico y sus relatos giran en torno a la relación amorosa de sus protagonistas. En el caso de Kóblic, casi un western crepuscular, no llega a molestar del todo, pero en Guernika empaña un fantástico trabajo que tiene su punto culminante, como no podía ser de otra manera, en el bombardeo que sufrió la población vasca por parte de la Legión Cóndor alemana y la Aviación Legionaria italiana en abril de 1937 durante la Guerra Civil Española. En Kóblic echamos en falta una mirada más profunda sobre los llamados “vuelos de la muerte” que se llevaron a cabo en la última dictadura argentina, denominados así ya que desde el avión, a cientos de pies de altitud, arrojaban vivos a los detenidos al Río de la Plata. Es necesario resaltar el buen trabajo de María Valverde en Guernika y de la pareja formada en Kóblic por Inma Cuesta y un Ricardo Darín, aquí encarnado en un ex capitán de la Armada, alejado de sus últimos papeles. Tampoco podemos olvidar a Óscar Martínez, que ha obtenido en el festival el premio a mejor actor de reparto.
Hubo tímidos gritos de sorpresa en la sala del cine Albéniz donde se leyó el palmarés: Callback, de Carles Torras, conseguía la Biznaga de Oro a la mejor película en detrimento de La próxima piel, preferida de la crítica. Ambas merecen reconocimiento. En Callback se narran las aburridas vivencias de Larry, un inmigrante latino en Nueva York. Pero en algún punto la rutina se quiebra. No sólo la de Larry: el público, en sus butacas, se ve igualmente sacudido. Ello, unido a un inquietante e inolvidable Martin Bacigalupo, entre otras virtudes y defectos, le ha valido para triunfar dentro de una sección oficial donde lo imaginable, lo presumible, suele ser lo que finalmente vemos en la pantalla. Pero a La próxima piel no le ha ido nada mal. La cinta de Isaki Lacuesta e Isa Campo ha conseguido el premio especial del jurado, el de mejor actriz (Emma Suárez), montaje y dirección. En ella, el regreso de un joven a casa tras ocho años desaparecido pondrá la vida de sus familiares y conocidos patas arriba. Nosotros, atentos observadores de todo ello, seremos los únicos encargados de responder a la pregunta que desde el comienzo nos ronda la cabeza.
Las secciones Territorio Latinoamericano, Documentales y Zonazine siguen deparando sorpresas y alegrías. Sin olvidarnos de interesantes propuestas como Kauflanders, de Olaia Sendón, o Estirpe, de Adrián López (hermano de Xoel López), nos quedamos con la fresca mezcla de géneros que se dan cita alrededor de la mesa y el teatro en Los comensales, de Sergio Villanueva, y con El perdido. La película de Christophe Farnarier se basa, por un lado, en el Walden (1854) de Henry D. Thoreau, y por otro en el caso real de un hombre que desapareció en Jaén en 1994. Catorce años después le detuvieron robando en una finca y se supo que, tras no haber podido suicidarse al marcharse de casa, vivió en un cubo hueco de piedra y hormigón de cuatro metros de alto y siete de ancho que se había construido en plena naturaleza. Y eso es lo que Farnarier cuenta de forma admirable en El perdido. No hay diálogos ni apenas música más allá de los sonidos propios de esta aventura. Durante hora y media solo vemos a Adri Miserachs andar de un lado a otro, alimentarse, bañarse. Sobrevivir. Tal vez vivir. Contó Farnarier en la rueda de prensa posterior a la proyección que Miserachs, al que ya conocía, le dijo en una ocasión “que tenía muchas ganas de construirse una cabaña en el bosque y pasar allí un verano. Yo le dije que cuando lo hiciese me dejase acompañarle con mi cámara”. El filme se rodó durante treinta y cinco días a lo largo de un año y sin ensayos previos. El perdido ha obtenido los premios a mejor película, actor y director dentro de la sección Zonazine.
Fotos: Lorena Rodríguez (@lorena_twittea)
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