[Crónica] Soleá Morente (Teatro Cervantes, Málaga, 05/07/18)
Poco después de la muerte de Enrique Morente, en diciembre de 2010, surgieron Los Evangelistas, grupo formado por componentes de Los Planetas y Lagartija Nick. Juntos grabaron Homenaje a Enrique Morente (2012) y se comprometieron a mantener viva la figura del cantaor del Albaicín por los campos de España. En palabras de Antonio Arias, “salió de nuestro afán por hacerle una misa sónica frente a su ateísmo”. Allí, la voz de Soleá —la hija mediana de Morente y Aurora Carbonell, nacida entre José Enrique ‘Kiki’ y Estrella, la mayor— se alzaba en Yo, poeta decadente y La estrella, en una colaboración que se formalizaría en los cinco temas del EP Encuentro (2013), publicado ya bajo el nombre de Soleá Morente y Los Evangelistas. Poco a poco, hablando con amigos aquí y allá, fueron surgiendo nuevas ideas, textos e ilusiones que terminarían cristalizando en Tendrá que haber un camino (2015), su primer disco en solitario. En él se paseaban el flamenco y el rock por canciones netamente pop, enmarañadas en una persistente atmósfera de ruido y psicodelia inmediatamente reconocible para los seguidores de Los Planetas tras la senda abierta en el memorable La leyenda del espacio (2007). Las aportaciones por parte de distintos artistas, en tareas de composición, ejecución y/o producción, abundaban: J, David Rodríguez, Manu Ferrón, Antonio Arias, La Bien Querida, su tío Montoyita o la orquesta marroquí Chekara, entre otros, colaboraban en un trabajo por donde también transitaban versos de Lorca, Machado y Cohen.
Las directrices de su segundo álbum, Ole lorelei (2018) —un título que arrima lo jondo a los escoceses Cocteau Twins—, se alejan de las que dieron lugar a Tendrá que haber un camino; se trata de un bandazo musical que su padre, juguetón, hubiera paladeado con regocijo. Para afrontar las nuevas sonoridades, Soleá se ha asociado con Alonso Díaz, de los granadinos Napoleón Solo, quien encendió la mecha al escribir Ya no sólo te veo a ti, primera pieza de un engranaje al que poco a poco se fueron acoplando fragmentos que, pese a su supuesta desemejanza —o precisamente por ello—, constituyen un mosaico de nítidas intenciones que abraza, al igual que Rocío Márquez, Niño de Elche o Rosalía, una saludable heterodoxia flamenca; transcurre el disco por tierras donde anida un pop contemporáneo, grácil y flamenco, que nos remite a una libertad personal, inalienable.
Su propuesta se sustenta sobre el escenario a través de la servicial guitarra de Edu Spin, la sección rítmica que conforman la batería de Luis Miguel Fernández y el bajo de José Ubago —ambos de Napoleón Solo—, los coros y palmas de Rocío Morales y Lorena Álvarez —que anda grabando, al fin, nuevo material— y los teclados, fundamentales, de Alonso Díaz. El repertorio, que recorrió cursos pasados con la palpitante Dormidos, Tonto o Dama errante —adaptación al castellano del Winter lady de Cohen—, se mostró sólido a la hora de perfilar las aristas de esta nueva andadura, que abarca por igual el pop enigmático de Ya no sólo te veo a ti, unas alegrías más o menos canónicas (Grandes locuras) o una soleá con auto-tune (La misa que yo voy). La recta final nos deparó una lectura algo torpe —la habían preparado poco antes de la actuación— del Te estoy amando locamente de Las Grecas, incuestionables referentes a día de hoy, y un Baila conmigo que arrastra al descoque mientras pensamos en Janet, New Order y Camela. Comenzaba la cantante el concierto con un martinete alucinado (La alondra) que en una de sus líneas define, probablemente lo haga por muchos años, su idiosincrasia como creadora: «yo ya no soy la que era ni quien debía ser». Ole lorelei, olé Soleá.