[Crónica] Music Has No Limits (Teatro Cervantes, Málaga, 07/04/18)
Es comprensible el éxito del espectáculo Music Has No Limits allí por donde pasa; al fin y al cabo, el concierto se presenta como «la playlist de tu vida». Y si no es la lista de reproducción de la tuya, probablemente lo sea de la de millones de personas alrededor del mundo: Michael Jackson, Adele, Guns ‘N’ Roses, los Fugees o Beyoncé andan aquí juntos y revueltos con sus canciones más conocidas, esas que parecen estar siempre ahí cuando recorremos el dial y transitamos por M80 o Kiss FM. De ahí que se entienda, decíamos, los espectaculares números que acumula y la bulla que sacude el patio de butacas cada dos por tres durante la función. Desde el propio escenario se anima a tomar cuantas fotos y vídeos se quiera; a compartir, ahora o dentro de un minuto, lo que allí se viva: el baile, el cante, el palmeo.
Aquí no se rompen esquemas musicales, como se nos anuncia en el prólogo, y poco rastro encontramos de algunos géneros prometidos en la mezcla como el jazz —con la salvedad del pasaje dedicado a Nina Simone— o el heavy. Se trata más bien de revisitar clásicos añadiendo, según la conveniencia, arreglos de cuerda, viento y una voz soprano, conocida como The Diva, que se encarga de interpretar a Puccini antes de dar paso al aséptico riff del Smells like teen spirit o de que se haga sonar, tal cual, el Smack my bitch up de Prodigy. El esqueleto de la formación, con hasta nueve músicos sobre las tablas, lo conforman piano, bajo, batería y una guitarra que fue desperezándose poco a poco, ahogada, pobre, entre tanta pirueta vocal.
Los mayores hallazgos de Music Has No Limits saltan a la luz cuando, curiosamente, más comedidos y respetuosos se muestran con el original; ocurrió con el Feel de Robbie Williams o la ovacionada lectura de la primera parte de Bohemian Rhapsody. Todo se desarrolla a un ritmo incendiario, y ninguna pieza suena en su totalidad; apegado a los actuales hábitos de consumo musical —y vital—, el show propone una serie de fragmentos y estribillos que, enlazados unos con otros, consiguen un constante flujo de vítores entre un público que lo pasó en grande aunque le fuera en ello la voz, la suela de los zapatos o la batería del móvil.
Foto: Alta Fidelidad.