[Crónica] Kurt Vile & The Violators (Apolo, Barcelona, 22/11/15)
Kurt Vile, versión niño con juguete.
Kurt Vile está en el mejor momento de su carrera, pero no en un pico de nivel extraordinario, sino todo lo contrario: surfeando de manera estable sobre la cresta de una ola interminable que crece y crece hasta alcanzar proporciones bíblicas. Todo lo que toca o compone se convierte automáticamente en oro: como su último álbum, b’lieve i’m goin down…, que sin ser la quintaesencia de su trabajo discográfico, nos sigue descubriendo facetas nuevas o distintas del músico de Pennsylvania. Por ejemplo su rítmica, más lenta y paisajística, sus texturas y relatos, más suavizados y alejados del conflicto, y una actitud ligeramente menos programada y más libre aun si cabe. Pero por mucho que podamos tildarle de más maduro a la hora de crear y grabar, o “acusarle” de que efectivamente hace más americana que rock a medida que evoluciona y se hace mayor, sobre el escenario sigue siendo el mismo niño entregado a su juguete de siempre: en este caso a una – o varias, mejor dicho – guitarra que funciona para él como un auténtico apéndice de expresión.
Anoche actuaba en Barcelona con The Violators, su banda habitual de los directos, y como siempre bordó su mejor versión. Esa en la que parece que no le importamos demasiado, que no le importa el lugar en el que está, la ropa que lleva, si ha comido o no, o cuantas infinitas veces tiene que apartarse el pelo de la cara. Esa en la que solo piensa, respira y vive para darle voz a su juguete, y en la que las canciones, entonces, parecen solo una excusa formal para poder acariciarlo. Más que un cantautor, se podría decir que Vile es un meticuloso escultor del sonido de las guitarras que además canta. No es de extrañar que cambiara de instrumento en todas las canciones, ni que tocara cada tres segundos algo de la docena de pedales que tenía a sus pies: porque la cantidad incalculable de efectos, texturas y distorsiones de todo tipo que utiliza son lo que al final le confiere a su discurso y a su obra tal nivel de detallismo y riqueza. Son, en otra metáfora artística, como la paleta cromática de un pintor.
Después parece existir una relación anatómica real entre él y sus guitarras. Cuando al acabar un tema tiene que desprenderse de una, sus gestos y su propio cuerpo se siguen comportando como si la tuviera puesta hasta que llega la nueva. Marca punteos en el aire, o en su propia palma, se arquea y tambalea, como siguiendo un ritmo imaginario, y parece incluso que pudiera caerse hacia atrás por la ausencia del habitual contrapeso. Un tipo curioso este marido y padre. Seguramente habrá dibujado punteos en la cucharita de los potitos cuando alimentaba a su niña. Pero a la postre, son detalles que conforman la actitud de Vile sobre los escenarios, que es al final donde saca a relucir su versión más natural: esa en la que se permite el lujo de calcar las primeras cinco canciones del disco a modo de apertura, pasando de convencionalismos. Esa versión en la que está tan cómodo que no le cuesta nada parar y tocar en solitario Dead Alive y Stand Inside a mitad de concierto, y en la que rescata los grandes hitos de su ya extensa discografía poniéndoles a todos el acento de un mismo humor.
Vile estuvo, en general, más preponderante que otras veces con respecto a su banda: capitalizó prácticamente siempre las líneas melódicas principales de sus canciones, tirando además, siempre que podía, hacia un tipo de sonoridad más áspera y rústica que suavizada. Tal vez por eso finiquitó con premura la obligatoria presentación de su última obra, para poder revolcarse en la distorsión menos pulcra de los temas más icónicos de sus anteriores discos, en particular del Childish Prodigy. La bestialidad de sonido que montó en Freak Trail como falso cierre, de lo mejor de la noche. Pero en el fondo poco importa qué tocó: importa el cómo. Y el cómo es fantástico porque en el fondo es ver a un artista creando en su propio entorno, en su propia salsa; con total naturalidad, dedicación y devoción por lo que hace. Amando y mimando, por encima de todo, a ese instrumento que es su extensión, su órgano de expresión. Porque Kurt Vile sin guitarra es como Leo Messi sin balón.