Club 8 – The boy who couldn’t stop dreaming
Siento la agradable melancolía de las últimas tardes de estío, cae el Sol en el campo de las espigas doradas y tú te pones la rebeca que te tejió mamá con cariño. Todo parece resplandeciente mientras, de la nevera portátil, sacas una tónica agitada con gin. Es perfecto ver a los perros jugar. Es perfecta la rubia sueca que lee filosofía existencialista y comenta los últimos párrafos no sin dulzura. Me tomaré una manzana. La luz es intensa cuando estás de vacaciones en España.
No sabemos si Johan Angergard y Karolina Komstedt compusieron estas canciones en una casa de labranza en Villacastín (Segovia) o si pertenecen al club sueco de amigos de la sangría light. Lo que sí tenemos claro es que Club 8 han conseguido con su último disco describir musicalmente unas imágenes que nos recuerdan a los veranos inolvidables de la infancia. ¿Esto suena grave o pomposo? Pues no, no en vano hablamos de unos especialistas a la hora de hacer discos para enamorados inteligentes, para universitarios con Erasmus en países nórdicos.
Su sexto álbum, The boy who couldn’t stop dreaming (Labrador, 2007), vuelve a seducirnos con sus melodías de gran belleza. Eso sí, esta vez han abandonado definitivamente el europop bailable, han desenchufado casi todos los instrumentos digitales y han encontrado con éxito un espacio de clara sencillez donde la moderación rítmica nos traslada a un mundo de sensaciones más acústico y brillante. Pinceladas de bossa nova, guiños a Smiths o The Cure, dosis de un susurrante twee pop, ingenuidad casi infantil, anorak pop… Todo parece delicado con Club 8, y lo es. Sin duda, el fármaco más apropiado para bajar la testosterona de Tony Leblanc en Tres suecas para tres Rodríguez.
Incompatible con Cine De Barrio, este nuevo disco tras cuatro años de silencio ofrece joyas como Football kids, donde las guitarras juegan sobre la voz doblada de Carolina; o el primer single, Whatever you want, con un «parapara parapapaparara» que hará las delicias de cualquier goloso musical. O, también, la imprescindible Heaven, donde la voz juega con la línea del bajo mientras unos bongos desbocados dominan la base rítmica. En fin, salvo algunos cortes donde la languidez nos lleva al aburrimiento, estos Club 8 más minimal nos emociona.
Lo único que hay que lamentar es que Johan dedique más tiempo a su sello musical y a sus proyectos paralelos -Acid House Kings o The Legends-, que a cuidar a Karolina durante las vacaciones estivales. Son, al fin y al cabo, cosas de Suecia, unos paisanos europeos que se han consolidado ya como el tercer mercado que más dinero ingresa con la exportación de su música, después de EE.UU. y Reino Unido. Además, estamos de suerte, porque este mes de marzo les tenemos de visita -para trabajar eso sí-, con lo que confiamos en seguir comentando la vida y milagros de este dúo cuya fragilidad nos conmueve.
Entretanto, la rubia sueca, estudiante de filosofía, me pide un poco de marcha. Miro el Sol al perderse sobre la pradera, apuro el cigarrillo, me quito las gafas. «Nena, con tanta sensibilidad se me han quitado las ganas…». Es lo que tiene el frío del norte.