Alejandro
Alejandro – El péplum según Stone
Un proyecto por el que pelearon dos grandes productoras, un director de reconocido prestigio, un protagonista en alza… y un sonoro batacazo en taquilla acompañado de un varapalo de nivel medio por parte de la crítica. ¿Cómo pueden producirse esa sucesión de hechos, a simple vista bastante contradictorios? Alejandro es la respuesta.
Oliver Stone se ha encargado de predicar a los cuatro vientos que estamos ante una de sus películas más personales, remarcando hasta la saciedad que su concepción se remonta hasta los años 80. Pero por desgracia eso no le ha servido para aplacar los ataques que le acusan de haber realizado una obra que, por mucho que le moleste, se ve como fruto de una coyuntura concreta más que como el resultado de un empeño personal.
En esa apreciación pesa mucho, sin duda alguna, la famosa lucha por realizar la película antes de que Barz Luhrmann consiguiese poner en marcha su proyecto, avalado por los derechos de la saga Alexandros de Valerio Manfredi, con Leonardo DiCaprio a la cabeza. Desde que ambos se posicionaran para la carrera, están unidos en la mente del aficionado al cine medio, al menos del que conoce la competición. Por supuesto esto último se da por sabido para la crítica, y ahí podríamos encontrar las primeras razones para el rechazo que se ha levantado desde algunos sectores hacia la epopeya helenística de Stone.
¿Pero se merecía esas reacciones? La respuesta no es fácil, pero el juicio debe inclinarse hacia una defensa moderada de la obra del contestatario director americano. No nos dejemos llevar por la corriente y veamos la película como algo más que una supuesta reflexión sobre los Estados Unidos de Bush, o el resultado de una soberbia absoluta en un director que hace mucho que se distanció de todo el mundo más allá del Atlántico.
Porque lo que trata de hacer Stone es narrarnos la vida de un Alejandro que no deja de ser tan ficticio como siempre nos lo han pintado las obras no históricas, pero que tiene un fuerte anclaje en el verdadero conquistador de la mayor parte del mundo conocido por aquel entonces. Mucho se ha hablado de la veracidad histórica de la cinta, y dejando de lado que el que esto escribe no le da a eso el más mínimo valor (si alguien quiere conocer al Alejandro histórico hay mucha bibliografía editada sobre el mundo helenístico), lo cierto es que no puede haber demasiadas quejas al respecto. Se cambian cosas, sin duda, se sintetiza mucho la vida del gran general y se unen dos batallas en una, pero nada grave o que rompa con un acercamiento verosímil a la figura tratada.
Y es que Alejandro puede que sea demasiado grande para el celuloide, y Stone puede dar buena fe de esa posibilidad. En los 180 minutos de metraje no consigue narrarnos más que unos pocos de los momentos definitorios del protagonista y sufre tremendamente para dar una coherencia real y tangible a su discurso. El Alejandro de Stone, muy bien interpretado por un Colin Farrell al que poco se puede reprochar, es un hombre cegado por un destino que considera suyo. Incapaz de parar en su avance, estará dispuesto a perderlo todo para llegar siempre más allá. Se trata de un canto al orgullo, a la soberbia del mundo clásico, a un hombre que se consideraba Dios y que nunca fue derrotado en ninguna contienda.
Pero también busca el autor guiarnos hacia el lado más oscuro, menos desbordante del mito, y por desgracia ahí es donde se rompe el deseado equilibrio. Desde el principio cuesta situarse en una historia que pasa con demasiado brusquedad de lo épico a lo casi intimista, mostrando unos trazos gruesos que consiguen articularla en una suerte de escenas sucesivas sin excesivo funcionamiento interno. Ahí es donde peor lo pasa la película, que por momentos amenaza con caer en un ligero tedio, lo que con su duración sería desastroso.
De todos modos, para evitarlo, ese viejo zorro que es Oliver Stone sabe lo que tiene que hacer. Y cuando no pasamos a los momentos de rápida narración propiciada por un anciano Ptolomeo desde Egipto, nos lanza de cabeza a una batalla. Solo dos de éstas veremos en la película, pero merece la pena extenderse en ellas, y sobre todo en esa magnífica representación de Gaugamela. Olvidémonos del caos que tanto han promovido algunos directores para poder contar los choques bélicos y disfrutemos de las ordenadas falanges macedónicas frente a una masa informe de persas en una secuencia que se establece entre ese puñado de contiendas que posiblemente siempre tengamos como referencia. ¿Qué hubiese pasado si su aliento épico se hubiese transmitido al resto de la cinta? Nunca lo sabremos.
En su lugar tendremos que volver a fijarnos en el lado menos brillante de la vida del creador del mundo helenístico. Allí nos encontraremos con una Angelina Jolie sobreactuando tremendamente en el papel de Olimpia. Y ni siquiera la excusa de la recreación de esa teatralidad que se adjudica al mundo griego evita que en algunos momentos aparezca demasiado forzada delante de la cámara. Más contenido está un correcto Val Kilmer como el Rey Filipo de Macedonia. Ha llegado la hora, tal vez, de reivindicar a Kilmer, actor que eligió mal sus papeles durante gran parte de los años 90 pero que atesora una experiencia vital y unas cualidad naturales que prometen un resurgir de su carrera ahora que ha alcanzado una edad más elevada y puede liberarse de parte de su pasado.
Y podríamos hablar largo y tendido de la factura técnica, pero posiblemente sería baladí ante la calidad que se muestra. El cuidado en todos los detalles y el trabajo de la fotografía son impecables y aportan al resultado un acabado formalmente impecable. Menos adecuada puede considerarse la banda sonora de Vangelis. Sin resultar en ningún momento inapropiada, y funcionando bien durante el transcurso del metraje, lo cierto es que se aprecia la falta de un tema de referencia con la fuerza que el griego había conseguido en algunos trabajos anteriores.
Concluyendo ya, Alejandro no acaba de dar todo lo que promete, y deja cierto regusto amargo cuando uno se enfrenta a las posibilidades que podía encerrar la vida de uno de los personajes más importantes de la historia de la humanidad. Pero no por eso deja de ser una obra que captura por instantes aquello que el cine épico estadounidense siempre ha buscado ser, esa cualidad «más grande que la vida» que insuflaba aliento a los epics de tiempos pasados y a sus relecturas actuales. Lejos del tono verdaderamente heroico que lograban El último samurái o Gladiator, estamos ante una obra más comedida y llena de claroscuros que, por ello, no remata la faena y se queda simplemente en un buen film, cuando podía haber sido mucho más.
Autor: J. Ismael Rodríguez